Presentación a cargo de Pablo Jiménez García        

 

     El evangelio de Juan va precedido de un prólogo. Y ese prólogo (convención literaria ya de por sí bastante sorprendente en un relato antiguo) comienza con un triple aserto que podría considerarse como la formulación de un enigma. Dice (según la Biblia Vulgata): In principio erat Verbum et Verbum erat apud Deum et Deus erat Verbum; es decir: en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba en (o al lado de) Dios y Dios era la Palabra). Bien. Si es enigma, bienvenido a la poesía, ésta es su casa natural. Sí; la Palabra era (y es) Dios. Juan de Patmos así lo dejó escrito y yo, desde mi escepticismo agnóstico, lo traigo aquí a colación, dándole a Dios un  mero sentido figurado. Por supuesto: Dios es la Palabra y la Palabra es el caos (del que todo orden emana), esa masa informe y viscosa en perpetua mutación donde todo es presupuesto, algo dispuesto a ser. La Palabra: alfa y omega, luz y tinieblas, vida y muerte. El misterio, la metarrealidad: la poesía.

 

        Todo artista ―si creador, si de verdad lo es― tiene establecida su morada (ocasional cuando no permanente) en la enajenación, pues la asimilación y afinidad con la tribu valen para ir sobreviviendo, no para transcender la materia, donde tiene sustento y asidero nuestra condición animal. Recordemos el texto de Baudelaire con el que Javier Magano nos franquea la puerta de su poemario: Pido a todo hombre que piensa /me muestre lo que subsiste de la vida. O recordemos a Cortázar y aquello de esa bella locura que nos mantiene andando cuando todo alrededor es tan insanamente cuerdo. Por eso el poeta se autoexcluye, contraviene normas, deserta del pesebre  y, en una fuga sin destino pensado y tal vez suicida ―la vida no es lo más importante―, halla en la diferencia su calvario y su gloria. El delirio es el magma de que se nutre el fuego en que se abrasa y el insomnio el lecho donde palpitan sus ensoñaciones. Y aprende a menospreciar cuanto no le vincule con morbosa fidelidad a la sombra en que sólo se reconoce. Y queda establecido el dilema: transcender la realidad o vegetar junto al rebaño.

 

 

 

        Con una evidencia que el autor no intenta ni desea simular, la poesía de Javier Magano participa del malditismo que allá por 1832 dejó fijado Alfred de Vigny en su drama “Stello” y que no cobraría carta de naturaleza hasta que Baudelaire dio cuna al concepto en el poema “Bendición” que encabeza “Las flores del mal” (1857), aunque deberían transcurrir 31 años más para que Verlaine entronizara para siempre el concepto “poetas malditos”. Simbolistas, decadentistas e iluminados de talento superior establecieron códigos hacia un arte libre y provocador donde la palabra había de volar con alas propias, ajena a su valor convenido y significante. Y un único Dios ante quien rendir armas y bagajes: la Belleza. Éste es el universo, poblado de nombres inmortales, al que Javier Magano confía su estrella mortal, ésta su Estigia sin orillas ni embarcadero.

 

 

 

        ¿Contemplas/la muchedumbre/desvelada, esos pájaros/de cera, la ignominia que invade el corazón? pregunta dialogándose en el primer poema, “Antinferno”, precedido de citas muy a propósito de Sade y Pasolini, pateando su propia cobardía que elude la ruptura con la canalla imperante ―espejo que no afronta para no tener que soportar su rostro, quizá la muerte (¿de quién?)―, para acabar envilecido en la retórica de la duda o peor, la complicidad culpable: Mas dime: ¿ellos,/tú mismo acaso?

 

 

        En el soberbio “Descensus ad inferos” (sin duda uno de los mejores poemas a que he tenido acceso tal vez en décadas) trama en versos de exquisita cadencia y palabra de alta codificación el escenario donde libra el creador la batalla de cada instante de su vida para atrapar la Belleza, ese Dios ya sin rival posible. Escucha: la Belleza/usurpa el corazón/de cada hombre y en su seno,/como promesa en la celeridad/de un tiempo inextinguido, habita/la insurrección. Todo fulgura aquí bajo una verbalidad polivalente y cálida, cristalina y sugerente, exigiendo del lector una rigurosa y exclusiva dedicación que se verá luego generosamente remunerada. Existe/un escenario para cada muerte/y una mano, piadosa, tiraniza/el instante vacío de su desolación… Así hasta cerrar el poema con dos semiversos encabalgados: un prodigio de síntesis y dubitación.

 

 

 

        Es difícil resistirse a la musicalidad de la versificación, en todo momento magistral, mecida en versos de métrica impar, musicalidad que no está ausente siquiera en los poemas en prosa. Y la adjetivación, de originalidad enriquecedora. Y una conceptualidad levantada sobre una arquitectura sintáctica inusual, con sutiles reguladores expresivos al modo  de la música de cámara, a veces minimal, otras con el empaque abrumador de una coda sinfónica, siempre emparejando abstracción y contemplación. Como/un ala que resigna sus estragos/y en la boca del sueño persevera… o ahora que en tus ojos,/ah, sí, que en el incendio de esos labios… (“Musa venérea”). Muchos poemas se abren con citas (casi siempre de autores “malditos”), citas que no preceden al poema como un adorno sino que forman parte de él, que los abstrae e incluye en su propio devenir, volviéndolos carne propia.

 

 

        Y las prosas, verdaderos poemas. Extraordinaria “La corona de arena”, precedida de citas de Rimbaud y de José María Álvarez. La vida es ese vértigo imperioso, ese instante tras la noche que se alumbra, un latido de afilado resplandor. O el breve e intenso “El sueño de Coleridge”, o “Phantom”. Y qué decir del politonal monólogo (“Últimos días en Charenton o Virtud del infortunio”), insólito y extenuante poema en prosa, explosión crepuscular donde la muerte estalla en vocativos, imperativos y exclamaciones fundiendo impudor e inocencia en una sola transfiguración que desmiente el ocaso de una vida ahogada en moralidad y desmesura. Un texto traspasado de una airada y lacerante no-muchedumbre que al cabo deviene en una individualidad atormentada donde, al amor de Sade, lujuria y violencia tórnanse pura competencia de ángeles (o, si lo prefieren, demonios: ángeles al fin), menester de alas en todo caso, territorio de Lucifer, etimológicamente el que porta la luz. La tradición nos cuenta cómo este arcángel, el más próximo a Dios, el predilecto, quiso ser Dios y fue por ello castigado. Quiso ser  Creador. ¿Puede encontrarse otro santo patrón más justificado que Lucifer para cualquier artista que aspire a crear?

 

        Atavíos del crepúsculo es, en fin, un poemario imprescindible de un poeta que, tras “La hora del lobo” (2013), acredita ahora con esta nueva entrega su altísimo nivel. A juicio de este glosador, Javier Magano no está llamado a ser, es ya una de las voces poéticas de más extraordinaria calidad en nuestro idioma. Poesía de difícil lectura (para la fácil ―qué cansancio― poetarum infinitus est numerus!), difícil lectura que un verdadero lector nunca debe temer, porque, además de no fácil, es clara como la luz y se atiene a una lógica nada convencional que deriva de la propia soberanía verbal que la sustenta. He aquí un poemario para leer y releer luego con los ojos cerrados. Lloverán sobre el lector los rostros de las palabras, oirá su música, palpará el relieve que las sustantiva y, sin saber cómo, hallará expeditos los senderos y aun los atajos del pensamiento. ¿Qué más se puede pedir?

 

        Y algo más antes de terminar. Este poemario va precedido de un prólogo, un prólogo digno de tal nombre, suscrito por José Muñoz Millanes que fija y escudriña el ADN literario del autor. Prólogo y poemario comparten estatura.

 

        En cuanto a ti, Javier, te supongo consciente de la soledad que has elegido. Así que sólo te diré: bienvenido al desierto. 

 

 

Madrid, marzo 2017

Pablo Jiménez