EL OPIO DE COCTEAU

 

Narro una desintoxicación: herida lenta», confiesa Cocteau en las páginas de Opio. Y ciertamente esto es lo que sucede. Pero este diario es, quiere ser también, el relato lúcido —alucinado— de una exploración, el tránsito semiconsciente de un espíritu creativo, un descenso al infierno de la ensoñación; el testimonio de quien, después de abandonarse al trance de ese sueño, regresa a la vida para depositar en ella su mirada y reencontrarse transformando. Apuntes biográficos, pensamientos recurrentes, observaciones críticas ─y clínicas─ acerca de la literatura y el arte, nutren esta visión plena de surrealismo; donde Cocteau no sólo no reniega del opio ─al contario, celebra sus efectos lenitivos─, sino que añora el hábito que ha dado sentido a su existencia: «No soy un desintoxicado orgulloso. Es penoso sentirse reformado por el opio tras varios fracasos; es penoso saber que esa alfombra voladora existe y ya no se volará en ella; era grato comprarlo en casa de los chinos de una sórdida calle; grato regresar de prisa al hotel a probarla, en la habitación entre columnas donde vivieron Sand y Chopin. Sin duda, demasiado grato».

 

No cabe duda de que el opio le había ayudado a sobrellevar una realidad que se hizo insoportable. La muerte, en 1923, de su amante, el joven escritor Raymond Radiguet, le afectó profundamente. El opio fue, por tanto, un compañero de viaje necesario para elaborar el duelo de esa desaparición, lo que hará de Cocteau un consumidor devoto. Pero también le permitió contemplarse desde fuera; es decir, proyectar su imagen interior sobre la exterioridad de una imagen olvidada. Todavía algunos años después —y lejano el primer período de convalecencia—, cuando el poeta disfrutaba de cierto éxito, sufrirá una nueva recaída que lo llevó a ingresar en la clínica de Saint-Cloud, donde escribe Los niños terribles, una de sus obras más emblemáticas, y Opio. Él mismo lo recuerda en el diario: «Me reintoxiqué porque los médicos que desintoxican no buscan curar las causas primeras que motivan la intoxicación, porque encontré de nuevo mi desequilibrio nervioso y porque prefería un equilibrio artificial a una total ausencia de equilibrio». El opio fue y sería un mediador capaz de «adormecer lo sensible, exaltar el corazón, aliviar el espíritu…»; dicho de otra manera: producir en el poeta cierto éxtasis del abandono, la suspensión del tiempo y la memoria; en definitiva, la necesaria hibernación de los sentidos.

 

La cura de desintoxicación no hizo más que estimular su capacidad creadora. El “desequilibrio” estuvo ya antes de la muerte de Radiguet y continuaría después, aunque transfigurado: el amor, ya se sabe ─esa herida lenta─, jamás logró cerrarse, pero abrió su corazón.