PASOLINI

“Cuando encontraron su cuerpo, Pasolini yacía boca abajo, con un brazo ensangrentado y el otro escondido bajo el cuerpo. Su pelo, lleno de sangre, cubría su frente excoriada y desgarrada. Su cara, deformada por la hinchazón, estaba negra de tantos moratones y heridas; negros y rojos de sangre también sus brazos y las manos. Los dedos de la mano izquierda estaban fracturados y cortados; la mandíbula izquierda, fracturada; la nariz, aplastada y desviada a la derecha; las orejas, cortadas por la mitad (…) Tenía un terrible desgarro en el cuello y la nuca; diez costillas fracturadas, igual que el esternón; el hígado desgarrado en dos puntos…”.

(Autopsia del cadáver de Pasolini, Corriere della Sera del 2 de noviembre de 1977.)

 

Comienzo esta reseña sobre la poesía de Pasolini aludiendo a su asesinato. La tentación —lo fácil— hubiera sido calificar “el hecho” de atroz, abominable, salvaje, inhumano; es decir, añadir toda una suerte de adjetivos que permitieran figurar, de la manera más aproximada, la experiencia del HORROR. Pero el HORROR no puede aprehenderse, acotarse en términos puramente lingüísticos. Quiero decir que hay siempre un exceso, un “núcleo real” que se torna insoportable y resiste, con toda la violencia de que es capaz, cierta articulación significante que permanece como un resto amputado pero sostenido en la naturaleza íntima del ser que somos. Esto lo había entendido el poeta —cineasta, dramaturgo— cuando, en un alarde de lucidez testamentaria, concibió Saló o los 120 días de Sodoma. Si el individuo, la sociedad en su conjunto, lleva hasta las últimas consecuencias la arbitrariedad de su deseo, si el deseo mismo adhiere la marca de un imperativo que ignora todo límite salvo el de su propia satisfacción; si el otro — mi semejante, acaso yo mismo—  pasa a ser un instrumento de goce a través del sufrimiento y alienamos nuestra voluntad al PODER, si ese PODER se instrumentaliza como una voluntad inexorable de CONSUMO, entonces aparece el HORROR; es decir, la imagen de un rostro homogéneo y deshumanizado que nos fagocita.

Esta perspectiva, apreciable en la teoría hegeliana del amo y del esclavo —la cultura como el producto del trabajo del esclavo sobre la materia para satisfacer al amo— e incorporada a la doctrina marxista de la lucha de clases, constituye una parte fundamental de la experiencia poética de Pasolini, a tal punto, que no puede concebirse fuera de ese marco. De ahí su voluntad transformadora de la realidad, el impulso redentor y esperanzado de su gesto, la inocencia subvertida de una dialéctica que concibe al hombre como el fruto desasido de un sueño atávico que aspira a liberarse del peso de la Historia tal y como ésta ha sido concebida, dejándose, paradójicamente, penetrar por esa misma Historia convertida en mito. Mito de la juventud del hombre, de un incesante renacer. No se trata, por tanto, de abolir la Historia ―esa sería la pretensión fascista, como sugiere Salò―, sino de transformar su dinamismo, de revitalizarla: “(…) Cuanto más vano es/ ―en este vacío de la historia, en esta/ resonante pausa en que la vida calla―/ todo ideal, mejor se manifiesta/ la admirable sensualidad/casi alejandrina, que todo burila/ e impuramente enciende…”.

Al mismo tiempo, se revela en el poeta una desesperada exuberancia vital, un esfuerzo desiderativo, una tensión propedéutica que  intuye el desgarro existencial de quien se sabe en cierto modo desplazado de la vida y fatalmente sujeto a ella. Un pathos trágico y exorbitado que encarna su viacrucis personal y herético de profundas resonancias edípicas, como atestiguan estos versos que evocan la relación con su madre: “Ya que sobrevivo en un largo apéndice/ de incansable, inagotable pasión/ ―cuya raíz está en otro tiempo―/ sé que una luz, en el caos de la religión,/ una luz de bien, redime/ mi exagerado y desesperado amor…/ (…) La casa está llena de sus enjutos/ miembros de niña, de sus labores:/ incluso de noche, en el sueño, secas lágrimas/ lo recubren todo: y una piedad antigua, tan tremenda me asfixia el corazón/ al volver a casa que gritaría, me quitaría la vida”.

La religión de mi tiempo (1961),  poemario de Pasolini bajo el que Nørdicalibros ha reunido la obra lírica fundamental del autor —si exceptuamos Los poemas de Cassarsa y El ruiseñor de la iglesia católica—, agrupa, además del citado, Las cenizas de Gramsci (1957), Poesía en forma de rosa (1964) y Transhumanar y organizar (1971). La traducción, impecable, ha estado a cargo de Martín López-Vega, quien afirma que la importancia de esta obra reside en “su falta de pudor, primero; no se esconde nada a sí mismo. Luego, su lucidez para reflexionar sobre ese material y convertirlo en materia de reflexión política. Su elogio de la diferencia, del derecho a la disidencia absoluta. Su entendimiento de la soledad que eso produce”. Yo añadiría, su declarada intención provocadora, la violencia inusitada de sus imágenes, la denuncia permanente de los resortes del PODER que nos somete, la evocación transgresiva del sexo y la muerte. “Escandalizar es un derecho ―dirá―, como ser escandalizados es un placer”.

Nadie como Pasolini supo advertir el peligro de una sociedad de consumo volcada hacia sí misma e ignorante de su identidad. “El consumismo consiste en un cataclismo antropológico propiamente dicho; y yo vivo, existencialmente, tal cataclismo, que, al menos por ahora, es pura degradación: lo vivo en mis días, en las formas de mi existencia, en mi cuerpo”.

Comprendemos por qué Salò es, entre otras cosas, una espeluznante manera de denunciar el PODER y la progresiva pérdida de identidad del hombre, que asume para sí el valor de una mercancía, lo que Marx denominó fetichismo de la mercancía y que no es sino “la forma fantasmagórica de una relación entre las cosas” (Zizek).

El júbilo hedonista y la celebración del cuerpo habían dado paso a un desencanto fúnebre y terrible: un impulso tanático lo devoraba y cada vez se encontraba más solo. “He deseado mi soledad./ Por un proceso monstruoso/ que tal vez solo podría revelar/ un sueño soñado dentro de otro sueño…/ Y, finalmente, estoy solo./ Perdido en el pasado/ (pues hay una única época en la vida del hombre).

Pero hay algo más. Esa lucha de Pasolini por desenmascarar el PODER y llevar hasta las últimas consecuencias su impostura era, al mismo tiempo, una lucha perdida de antemano con sus propios fantasmas, una manera de desenmascararse y cumplir un rito expiatorio sin redención posible. Una mirada furibunda que regresaba convertida en emblema litúrgico y padecimiento. Como recoge E. Siciliano en su portentosa biografía: “Es cierto que no sentía ya el goce del eros; es cierto que su angustia era incapaz de acallarlo. La abjuración del cuerpo, del sexo de los muchachos de mala vida, no era fruto de un manierismo intelectual. El río del tiempo había arrastrado imágenes e ideales”.

Tras la reapertura del caso en 2009 y la presentación de pruebas que, en su momento, fueron pretendidamente ignoradas, se tiene la sospecha de que el crimen respondió a causas políticas. Tres hombres (calabreses o sicilianos) en complicidad con Pelosi (ragazzo di vita que se hallaba con Pasolini en ese momento y que confesaría ser el único autor del asesinato) atacaron al poeta la noche del 2 de noviembre de 1975 hasta matarlo.

Su denuncia del PODER, encarnado por el Partido Democristiano, desde sus Escritos corsarios y sus Cartas luteranas y la posibilidad de que saliera a la luz una novela, Petróleo, en la que había estado trabajando y donde se desvelaba la lucha entre Enrico Mattei (presidente de Eni) y Eugenio Cefis (presidente de Montedison), dos empresas que controlaban el sector petroquímico en Italia, pudo ser el motivo. Parece ser que Cefis estuvo implicado, dadas sus conexiones con la mafia, en la muerte de Mattei en 1967. Además, el autor estaba siendo extorsionado por alguien que había robado algunos carretes de la película Salò. Aquella noche Pasolini, presumiblemente, habría aceptado un encuentro para recuperar el material cayendo en una trampa “como un ciego al que se le escapa/ en la muerte una cosa que coincide/ con la vida misma”.

La lectura de su obra es absolutamente imprescindible.

 

CANTO CIVIL

 

Sus mejillas eran frescas y tiernas,

y tal vez eran besadas por primera vez.

Vistos de espaldas, cuando las volvían

para regresar al tierno grupo, parecían más adultos,

con los abrigos sobre los pantalones ligeros. Su pobreza

olvida el frío del invierno. Las piernas un poco arqueadas

y los cuellos gastados, como los hermanos mayores,

ya ciudadanos desacreditados. Ellos no tendrán precio aún

por algunos años: y nada puede humillar a quien

no puede juzgarse así mismo. Mientras lo hagan

con tanta, increíble espontaneidad, se ofrecerán a la vida;

y la vida a su vez les reclamará. ¡Están tan preparados!

Devuelven los besos, saboreando la novedad.

Después se van, tan imperturbables como han venido.

Pero dado que están aún llenos de confianza en la vida que los ama,

hacen promesas sinceras, proyectan un futuro prometedor

de abrazos y de besos. ¿Quién podría hacer la revolución

—si es que hubiera que hacerla— más que ellos? Decídselo: están

[listos,

todos del mismo modo, así como abrazan y besan

y con el mismo olor en las mejillas.

Pero no será su confianza en el mundo la que triunfe.

El mundo tendrá que dejarla de lado.

 

Traducción: Martín López-Vega