Muerte en Venecia

¿Puede la Belleza poseer un único rostro, un rostro definitivo más allá de la apariencia? Para Gustav Aschenbach, protagonista de La muerte en Venecia, novela publicada por Thomas Mann en 1912 y que admirablemente llevaría a la gran pantalla el director italiano Luchino Visconti en 1971, esa es la cuestión obsesiva que, sin duda, le atormenta.  

 

Trasunto del propio Mann (y del músico Gustav Mahler), Aschenbach decide, aquejado de una profunda crisis existencial, emprender un viaje que le lleva a alojarse en el Gran Hôtel des Bains del Lido, en Venecia. Allí dará inicio una progresiva transformación de la conciencia creadora del escritor hacia el desorden de los sentidos  fruto de su encuentro con el joven Tadzio. “Le hablaba de los ardientes temores del hombre sensible cuando sus ojos contemplan un símbolo de la Belleza eterna, le hablaba de los apetitos del no iniciado, (…) del terror sagrado que invade al hombre de sentimientos nobles cuando se le presenta un rostro semejante al de los dioses, y cómo un temblor le recorre y, fuera de sí, apenas si se atreve a mirarlo, y venera al que posee la Belleza y hasta le ofrendaría sacrificios.” Lo que hasta ese momento había participado de un cierto equilibrio y perfección formal en la búsqueda de la tan ansiada  elevación de Espíritu; condesciende a la inercia pasional y subterránea de lo desconocido y revela, en el seno de lo insondable, el verdadero “orden” de ese impulso creador: el dios extranjero que le habita. Mas, ¿no es el artista el depositario de una voluntad capaz de conferir orden al caos, vida al objeto, identidad a lo creado? ¿Cómo podría quien vuelve su rostro hacia el abismo y se ofrece al espectáculo de una contemplación embriagadora eludir el resplandor?

 

 

En la lejanía, Tadzio parece señalar un punto en el horizonte infinito. Aschenbach, finalmente, ha llegado a comprenderlo: la muerte es, al cabo, condición de lo perfecto, el verdadero rostro de la Belleza.

Escribir comentario

Comentarios: 0