Apoyada en el tópico horaciano del carpe diem ('aprovecha el momento') y concebida sobre la base de un conflicto vital
—principalmente—, generacional e ideológico, la historia de El club de los poetas muertos de N. H. Kleinbaum, que llevó al cine Peter Weir en 1989, sigue manteniendo, gracias al
espíritu crítico que la anima —y a su declarado romanticismo— toda su vigencia.
Honor, tradición, disciplina y excelencia son principios repetidos en Welton año tras año y a los que estos estudiantes oponen, confiados en el ámbito fraternal de lo privado, otros más acordes
con sus propias perspectivas: horror, travestismo, decadencia y excremento. He ahí un propósito de rebeldía incipiente, consustancial al tiempo de juventud en que viven, que, apenas esbozado,
tiende a desaparecer, asfixiado por el peso de una educación conservadora.
La llegada de Keating, antiguo alumno y nuevo profesor de literatura, va a modificar esta situación. Lo primero, citar a Whitman: «¡Oh, Capitán! ¡Mi Capitán!». Su gesto es una invitación a la
aventura, a ir más allá de las limitaciones, a atreverse a romper con el corsé de la formación recibida (Whitman es asimismo paradigma de ruptura, pues canta, con ese tono de celebración que lo
caracteriza, a la vida entera, al ser humano que respira y vive junto a él, sin importarle raza, credo o condición). Lo segundo, una referencia al poeta Ausonio: Collige, virgo, rosas;
es decir, aprovechemos el momento presente, cojamos las rosas de la vida. ¡Carpe diem! Tercera cuestión: la poesía
—el espíritu o el alma que hay en nosotros— no puede medirse, acotarse en términos estadísticos, tal y como recoge el manual de J. Evans Pritchard. Razón que mueve a Keating a decir: «Señores,
les pido que arranquen esa página de sus libros. ¡Arránquenla!». Y cita de nuevo a Whitman: «Oh, mi yo! ¡Oh, vida! De las preguntas que sobre esto me vuelven,/ (...) ¿Qué de bueno hay en medio de
estas cosas?». La respuesta que ofrece Keating con versos del poeta no se hace esperar: «Que estás aquí, que existe la vida y la identidad,/ que prosigue el poderoso drama, y que tú puedes
contribuir con un verso».
Y añade: «¿Cuál será su verso?».
Esta es, tal vez, la mejor lección que podemos extraer de la novela: hacer de nuestra vida algo excepcional. Así pues, ¿cuál será nuestro verso? Aprovechemos el tiempo de las rosas, no vayamos a
descubrir —como apunta Thoreau— a la hora de la muerte que no hemos vivido».