
Artista visual, activista, poeta; David Wojnarowicz, al que el Museo Reina Sofía dedicó una retrospectiva hace ahora un año, fue, sobre todo, un creador
multifacético, un disidente comprometido en diferentes causas sociales, un provocador ecléctico que hizo de su labor una lucha encarnizada contra el poder. Su obra, que abarca la literatura, la
pintura, la fotografía, el cine, la escultura, etc., es una crónica arriesgada y corrosiva del Nueva York de los 80, que en esa época sufrió, además de una grave crisis económica, los estragos
del sida entre la comunidad homosexual —de la que Wojnarowicz formaba parte—, ante la indiferencia de las autoridades.
Los aspectos suburbanos, contraculturales, de su obra, junto a su espíritu de protesta, que evidencia el compromiso político adquirido en defensa de los
derechos humanos —él mismo sufrió abusos desde niño y privaciones de toda clase—, especialmente de los enfermos de VIH, hicieron de este artista un referente, un icono del activismo más crítico
de la escena underground, hasta su muerte, a principios de los noventa, víctima de la enfermedad que había intentado combatir.
No es de extrañar, pues, que a su llegada a Nueva York, y después de su itinerario parisino, envuelto en ese aire de marginalidad y rebeldía propia del desclasado,
adoptara para sí la imagen rimbaudiana, asumiendo, como poeta, la identidad oculta tras su máscara. Así es como nace Arthur Rimbaud en Nueva York, conjunto que recoge la
serie de fotografías tomadas por el artista a tres de sus amigos; estos aparecen retratados con la careta, a tamaño natural, del poeta francés en diferentes escenarios de la ciudad, poniendo de
manifiesto sus visiones transgresoras y el paralelismo de sus vidas. Wojnarowicz, que habitaba día y noche en el infierno, podría haber escrito, como epitafio, su mismo verso: «La desdicha
fue mi dios».