El fantasma de Maldoror

 

Muy poco sabemos de Isidore Ducasse, nombre real del autor que, bajo el pseudónimo de conde de Lautréamont, escribió una de las obras más insólitas y transgresoras de la literatura: Los cantos de Maldoror. Su biografía, llena de conjeturas, de incógnitas, de silencios, demuestra la dimensión fantasmagórica del personaje al que alude y transforma a nuestro protagonista, Isadore-Lautréamont, en Maldoror-Ducasse, confundiéndolo así con la creación poética de la que él mismo resulta y por la que estos Cantos devienen, a expensas de cualquier consideración definitiva, inclasificables.

 

A pesar de lo referido, conocemos, a través de la escasa correspondencia que ha sobrevivido hasta nuestros días, que Ducasse, montevideano de padres franceses y del que únicamente se conserva una fotografía, toma como fuente de inspiración la obra byroniana; especialmente el modelo satánico de Manfred ─personificación del propio Byron─, héroe negativo por excelencia y uno de los personajes que mejor encarna el espíritu de lo que Mario Praz denominó Romanticismo oscuro. También rastreamos la influencia de Musset, De Nerval, Baudelaire, Blake y, especialmente, el marqués de Sade, con el que al autor justifica toda una ética de la crueldad puesta al servicio de su empresa. Los cantos de Maldoror (traducido como «dolor del mal» o, mediante la transcripción fonética de mal d’aurore

─que refiere solapadamente su connotación sexual, como «amanecer del mal») son, en definitiva, un grito desesperado de exaltación, de celebración del mal, que, en palabras de Camus, revelan: «Las contradicciones de un corazón niño levantado contra la creación y contra sí mismo.»

 

Esta rebeldía paradójica, esta caída en el abismo de un incendio virulento y demoníaco, manifiesta una «sed insaciable de infinito» y descubre en Maldoror no sólo a un agente de ese mal absoluto, sino a un ángel lleno de piadosa desesperanza que lucha por redimir a los hombres de ser hombres, aunque para ello adopte el camino de la negación: «Oh, tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, sé que tu perdón fue inmenso como el universo.»

 

Con todo, el verdadero alcance de Lautréamont-Ducasse, más allá del furor nihilista con que Maldoror nos interpela (quiero decir, más allá de esa angustiosa confesionalidad de lo que parece una delectatio morosa); el verdadero alcance, insisto, reside en la radicalidad de sus imágenes, en la fuerza de sus metáforas, en la representación sexual y animalizada de la experiencia subjetiva del poeta ─un bestiario de 185 figuras da cuenta de ello─ y sus pulsiones disolventes; en la manifestación, en fin, de una lógica que procede a impugnar la realidad conforme a perspectivas irracionales. Lautréamont escribe con la urgencia delirante del poseído, del blasfemo, de aquel que «camina junto a su lirismo como a una llaga vengadora», Artaud dixit. Su urgencia verbal es menos una huida que el proceso de aniquilación de la conciencia y el lenguaje que lo exceden. Estamos ante lo que se ha dado en llamar una poética de la transformación. No en vano los surrealistas, de la mano de Breton, que había publicado en 1919 sus Poésies (la obra que Ducasse escribió después de los Cantos, justo antes de morir en 1870), lo reclamaron para sí al grito de: «Lautréamont envers et contre tout

 

Lo supo ver muy bien Léon Bloy: «El signo incontestable del gran poeta es la inconsciencia profética, la turbadora facultad de proferir sobre los hombres y el tiempo palabras inauditas cuyo contenido ignora él mismo.»